Ricardo Pérez Alcalá, Pintor.
Ricardo Pérez Alcalá (Potosí, 30 de julio de 1939 - La Paz, 23 de agosto de 2013) fue un pintor boliviano, reconocido como uno de los mejores acuarelistas de Latinoamérica.
Luego de ganar de niño el Concurso Nacional de Pintura Infantil de su país, estudió en la Academia de Bellas Artes de Potosí y realizó su primera exposición con solo quince años, logrando vender una treintena de obras. En La Paz estudió arquitectura pero se dedicó profesionalmente a la pintura.
En la Bienal de Sao Paulo de 1969 fue el representante boliviano. Siguió luego viajando y exponiendo por Ecuador, Perú y Venezuela. Se trasladó después a México, donde vivió desde 1979 a 1990.Volvió a Bolivia en 1991 para hacer el monumento de confraternidad Peruano-boliviana en la playa Boliviamar en Ilo, Perú.
En México obtuvo el Premio Nacional de Acuarela en cuatro ocasiones en la década de 1980. En Colombia ganó el Premio a la Excelencia (2006) y el Gran Premio (2009) en la Trienal Internacional de Acuarela. En 1994 fue reconocido por la Cámara de Senadores con la Medalla de Oro. En 1997 recibió el Premio Nacional de Cultura del gobierno boliviano. En el año 2009 recibió el Premio Trayectoria de Vida del Gobierno Municipal de La Paz. El 2012 recibió el Premio "Tabla de oro" de la Academia de la Cultura Francesa en París por su pintura "La Herrería".
Profesor de la Escuela de Arte de El Alto, se le ha considerado un maestro "generoso" en la enseñanza de las técnicas pictóricas. Pérez Alcalá «[le devolvió] a la acuarela el concepto de arte mayor» dentro de las artes plásticas. Entre sus alumnos destaca la pintora Rosmery Mamani.
Al célebre Maestro de la acuarela Don Ricardo Pérez Alcalá, oriundo de Potosí, desde muy joven le intereso la naturaleza. Plasmarla, recrearla y adueñarse de ella. Ingresa a la Escuela de Bellas Artes de su ciudad natal, realizando así su más intimo deseo de convertirse en artista. No contento solo con las artes plásticas, luego decide estudiar arquitectura en la Universidad Mayor de San Andrés de la ciudad de La Paz, para así también generar monumentos constructivos que tengan su sello personal, que entrelacen su imaginación con la forma y el espacio.
La variada obra del maestro plasma su trabajo desde distintas técnicas como el óleo, el acrílico, el dibujo –tanto a tinta como a grafito–, la escultura –desde el modelado cerámico hasta la soldadura en metal–, sin embargo, su mejor logro técnico, el que transciende su vida profesional, es la acuarela.
Para poder hablar sobre el maestro Pérez Alcalá, tenemos que remontarnos a la primera mitad del siglo XX, donde nos encontraremos con el maestro Jorge de la Reza, uno de los mas importantes pintores y acuarelistas de su tiempo.
Su obra está llena de una vivacidad de matices propios y precisos en el tratamiento de la pincelada gruesa y suelta pero también medida –muy propia de los artistas de esos años–º, con tonalidades que van desde los grises hasta saturados que son contrastados por suaves tonos de luz. Uno de los alumnos de de la Reza fue el maestro José Rovira, que fue conocido como el más ilustre acuarelista de Bolivia de finales de la primera mitad del siglo XX; logrando dejar huella -a través de la mancha en sus colores y un dibujo de contorno que da clara honestidad, al concebir una composición armoniosa-, en la historia del arte boliviano.
Carlos Salazar Mostajo en su libro La pintura Contemporánea de Bolivia Ensayo Histórico Crítico, nos invita a conocer más de cerca su apreciación sobre su obra y anota “el auténtico maestro fue José Rovira, por su actitud docente, sistemática, que le permitió la formación de una verdadera escuela de acuarelistas a los que enseñó todos los secretos del oficio. Rovira es un paisajista dulce, de bello y armonioso color, descubridor de la infinita gama luminosa del altiplano”. La obra de Rovira estaba impregnada del estilo Indigensta siguiendo los pasos de Cecilio Guzmán de Rojas y David Crespo Gastelú entre otros maestros.
Antonio Llanque, Adrián Loayza, Mario Eloy Vargas, entre otros maestros de la primera y segunda mitad del siglo XX, también ejecutaron acuarelas, pero por medio de la témpera como recurso técnico, mostrando una saturación y terrosidad en la aplicación del color, no logrando así esa transparencia que hace rica a la técnica de la acuarela. Sin embargo igualmente consiguieron efectos memorables en esta manera de trabajo.
En la segunda mitad del siglo XX aparece una nueva generación de acuarelistas. Entre ellos está el maestro Julio Cesar Téllez, alumno de Rovira, que es conocido como el primer acuarelista que importa del extranjero sus materiales de trabajo.
De entre las marcas que utilizó, la más importante fue Winsor y Newton, que coadyuva a diferenciarse de los demás artistas, su composición de la luz y de la sutil gama de tonalidades que se recoge por medio de manchas precisas, hace que el espectador dirija la atención a su obra; a partir de una distancia prudente se puede apreciar un realismo impresionante digno de sus antecesores. Al buscar plasmar la naturaleza, su pintura es translucida, transparente y ordenada, recrea una variedad de paisajes urbanos haciéndolos únicos.
Su obra siempre mantuvo un estilo académico y naturalista; cabe mencionar que en ocasiones se dejó influenciar también por otros estilos como el indigenismo, el cubismo, el neoplasticismo y el surrealismo.
El tercer y más influyente maestro acuarelista de estos tiempos es Ricardo Pérez Alcalá, alumno de Oscar Daza Oviedo, uno de sus primeros profesores de dibujo, que logra encaminarlo hacia el arte, su obra consigue encantar al espectador por medio de una variedad de colores terrosos llenos de tonalidades sepias, sanguinas y ocres con influjo de grises, armonizándolos con sutiles rojos, azules y amarillos, embarcándonos al mundo barroco y onírico lleno de hermosas alegorías y mundos fantásticos. El maestro Pérez Alcalá se sirvió del bodegón en el sentido barroco y lo introdujo al realismo mágico y al arte académico, transformando su obra en única y con estilo propio.
Si hablamos de la obra de Pérez Alcalá tendremos que aproximarnos al renacimiento alemán, en especial al maestro Alberto Durero (siglo XV-XVI), del cual sabemos que por medio de sus viajes a Italia y otras regiones, plasmó muchos paisajes en acuarelas, lo que le ayudó a entender con mayor profundidad la naturaleza. De ahí provienen sus hermosos bocetos de paisajes, plantas y animales como observamos en “La liebre” una acuarela sobre papel de formato pequeño, uno de los más famosos ejemplares de tan acendrada paciencia, que se conserva en la Galería Albertina en Viena.
Su afable estudio de la naturaleza también atrajo a grandes maestros del arte. De entre ellos, en Bolivia, obviamente podemos mencionar al maestro Pérez Alcalá.
Otro periodo que pesa en la vida del maestro es el siglo XVII. Cuna del estilo barroco, por su dinamismo en la composición y la forma de ver la naturaleza, influye profundamente en él a través del tema de la naturaleza muerta o bodegón que adquiere una mayor popularidad y cuyos elementos compositivos nos develan un sentido moral a partir del “vanitas” (vanidad) en los que suntuosos arreglos de frutas, flores, libros, estatuillas, jarras, monedas, joyas, pinturas, instrumentos musicales y científicos, insignias militares, cristal y plata finos, estaban acompañados por recuerdos simbólicos de la fugacidad de la vida.
Así, un cráneo, un reloj de arena o de bolsillo, una vela consumiéndose o un libro con las páginas vueltas, servirían como un mensaje de lo efímero de los placeres de los sentidos.
El maestro Pérez Alcalá, en muchas de sus obras, recurre a este tema pictórico donde plasma frutas propias del lugar como, granadinas, plátanos, manzanas, tunas y varios tipos de hortalizas, como también elementos de uso cotidiano (el teléfono, la máquina de escribir, instrumentos musicales, cofres, etc.).
Su tratamiento del color al momento de ejecutar la obra lo realiza por medio del salpicado de la mancha que alcanza para crear un aire muy vaporoso y sutil interiorizándonos a un ambiente onírico.
El maestro comparte mucho del pensamiento y la realidad de la segunda mitad del siglo XX, lo cual le ayuda a afianzar su estilo por medio de la literatura que le sirve de apoyo recurriendo al realismo mágico –término acuñado por el crítico alemán Franz Roh en 1925–, que representa situaciones ilógicas con elementos mágicos; es también una forma de introducirse en los sueños, sin la carga psicológica que estaba presente en el surrealismo, el maestro recurre a este tipo de elementos; un ejemplo de ello es la obra ganadora en la categoría de Gran Premio del Salón Anual de Artes Plásticas Pedro Domingo Murillo de 1971, concurso de mayor trayectoria en Bolivia, el cual nace en 1953 y sigue vigente en la actualidad.
Cuando un pintor inventa su cómo para lograr su qué, y el resultado de semejante aventura no solamente es bello, sino que significa una contribución a la humanidad en general, la que podría servirse de su cómo, ¿qué inferir si no que se trata del resultado de una ética de trabajo que no se ha conformado con lo dado? La técnica que descubre este pintor administra de manera novedosa la acuarela y abre las puertas a un nuevo registro de texturas.
Para lograr esta nueva calidad en el delicado tejido de un cuadro, Pérez Alcalá ha descubierto un preparado de yeso, que aplicado como fondo de leve espesos, hace que el comportamiento de los pigmentos y la goma cambie, quedando éstos imposibilitados de penetrar en la masa de yeso. El resultado es una factura aún más transparente y fina que la acuarela sobre el papel. Pues el papel, al absorber el pigmento y la goma los traga confundiéndolos consigo a tiempo de opacarlos. La cristalina textura de la acuarela sobre este territorio consagrado es tal, que es complejo tomarle una fotografía, pues la incidencia de la luz traspasa la capa de pigmentos al rebotar en el blanco del yeso.
Diez veces más ligera que el santo óleo, esta técnica logra parecérsele pero evita en su aplicación las cretas o arcillas que dan cuerpo al aceite. De esta manera, los lienzos lucen un tejido finísimo que mantiene la frescura del color de agua y la independencia de las veladuras que ya no se fusionan, pues mantienen las diversas tonalidades aplicadas a tiempo de mantener la transparencia de la acuarela y su posibilidad de palidecer cuando sea necesario.
El territorio que registra el color de agua, en Pérez Alcalá, es un delicado trabajo de matices. Casi no existen colores abiertamente contrastados, con excepción del trabajo de los últimos años que debe ser
enfocado de otra manera –ya hablaremos de ello. Lo que realiza el pintor es un minucioso trabajo graduado de tonalidades. Es tal el efecto, que para explicarlo se debe acudir a otras imágenes, pues los matices se encuentran como seducidos por un llamado interior de similitud, como si lo que uno tiene del otro se extendiera, atraído por una necesidad invisible; entonces, la junta se produce en la ilusión de una unión natural. Y es extraordinario observar cómo la evocación de la luz en su textura les imprime su movimiento.
Pareciera que en el momento de la elección de un tema o de un modelo, Pérez Alcalá eligiera precisamente aquellos cuyo desafío representan un camino gradual de tonos, como si intentara llegar a los límites expresables de la luz, a tiempo de manifestar su textura temporal. Estos objetos, con extraña docilidad, obedecen al llamado que los inscribe de manera tan sorprendente en el lienzo, admitiendo una mirada nueva sobre la realidad latinoamericana. Ahí un amplio paisaje de rastros, de restos, de ruinas, que es uno de los rostros visibles de la colonización oculta.
De esta manera el arte de Pérez Alcalá alcanza nuevas complejidades y planos de la realidad, modificando la naturaleza de nuestra conciencia y, de este modo, nuestra realidad misma.
Puede decirse, pues, que Pérez Alcalá ha transformado la acuarela en un arte mayor, convirtiéndose así en uno de los más grandes coloristas contemporáneos.
En cualquier lectura artística hay que tener presente que los problemas del arte, incluidos también aquellos del expresionismo abstracto, han surgido de problemas y valores del oficio ¡Este hecho es histórico! El descubrimiento y la revelación a los que accede un artista no son de ninguna manera gratuitos. Un cuadro no es, evidentemente, sólo la imagen de una experiencia, y, como tal, también reveladora de uno mismo, de lo que vive, de presencias invisibles, que se concretan en el trabajo. Por eso mismo, este hombre está acosado por una urgencia vital, por una necesidad mortal: la de resolver un terco deseo, una obcecada manera de mirar, una obsesiva imagen de representación. Sí, señores, así funciona el verdadero arte.
Urge otro modo, otro cómo; y a medida que se resuelven algunos problemas surgen soluciones inesperadas, se abren posibilidades que frecuentemente no habían sido pensadas, aun ni siquiera intuidas para dar forma, como se dice, a esa mentira verdadera que es el arte.
El arte de Pérez Alcalá es un arte de lo profundo. Y ¿qué es lo profundo, ese adjetivo que con tanta facilidad se asigna a todo lo que a uno le gusta?
Lo profundo es la cualidad que lleva la obra a otros niveles de significación. Esto quiere decir que existen, en la misma composición, además del objeto representado, una serie de otros campos adicionales de correlación y un atributo diferente y no menos esencial: su cualidad simbólica, esto es, un invisible movimiento de significados simultáneos en diversos planos.
Este hecho es una consideración generalmente olvidada en el juicio estético. Toda creación que se precie de arte llega más allá del simple nivel fenoménico, en el que lo común o lo insólito tienen lugar; incorpora un acontecimiento que sobrepasa lo representado, convirtiéndolo en un asunto y potencialidad de todo ser humano. La calidad simbólica del arte, que es precisamente aquel atributo que la separa de la ciencia, tiene la virtud de conocer una totalidad en la simultaneidad de una visión. La necesidad de simbolizar opera en las fronteras de lo que ya fue expresado alguna vez y aquello nuevo por expresar, pues se realiza apoyada en lo ya conocido y busca lo desconocido, puesto que quiere conquistar aquello que no ha sido tocado hasta ese momento por ningún otro.
Quiere revelar lo no revelado. Porque dígase lo que se diga, la originalidad es un valor incorporado a los grandes maestros. Lo importante es, como decía el gran poeta Rainer Mria Rilke: “hacer el camino que nunca una palabra ha hollado”. Lo demás tan solo debe ser considerado dentro de una de las formas de la repetición posible, más o menos buena, más o menos lograda.
Y ¿Quiénes son estos grandes maestros?, Ricardo Wagner, Pablo Picasso, James Joyce, Franz Kafka, Jorge Luis Borges, José Lezama Lima, Jaime Saenz, por no hablar de los demasiado lejanos. Por eso hay que considerar que el verdadero arte siempre es un salto al abismo: paso a paso, el salto hacia lo esconocido, y ahí cobran coherencia nuevas profundidades, nuevas esperas…
La experimentación es un alto valor e implica no solamente un alma curiosa, sino una búsqueda. Pero cuando la experimentación se vuelve un fin en sí mismo, tal como ocurre con tanta frecuencia en estos apurados tiempos en los que las vanguardias y la impaciente producción no espera y ahoga su trabajo en interminables tentativas que por norma tienen muy poco que decir, no debe valorarse el producto sino como una prueba más que, como se ha visto, en muy pocas ocasiones ha podido alcanzar la jerarquía artística. No es lo mismo la imaginación que la creación, lo decía Marina Núñez del Prado. Por eso mismo –pongan atención-, hay una vuelta hacia las maneras tradicionales de encarar el arte, porque, créanlo o no, el hombre no es un imbécil, aunque en muchas ocasiones realice imbecilidades.
La obra de Pérez Alcalá se inscribe en el realismo, en el territorio que registra una vuelta al objeto, al lugar en el que la forma mantiene su figura, con una visible intención de belleza, diríamos, casi aristotélica: motivo, función y arte consisten en imitar la realidad y representarla. Pero como todos sabemos, la imitación termina ahí donde comienza la perfección.
Su obra se inscribe en la fidelidad a los modelos asociados a una realidad más urbana que rural, sin excluir elementos que en un segundo tiempo sobrepasan lo meramente aparente. Y, en esa dimensión, Pérez Alcalá adquiere su más alta y precisa significación. Esta tendencia se la puede caracterizar como lo afirma él mismo, por la “liberación del pensamiento”. Tal como para Jaime Saenz, el arte, también para el pintor, es una de las maneras de reconocer la realidad o, si se quiere, de iluminarla para hacerla aparecer.
Han ordenado su obra dentro del hiperrealismo y también dentro del surrealismo. Él mismo, con toda intención e inteligencia, se clasifica dentro de lo real maravilloso. En todo caso, ciertamente, más apropiado a lo que es y me apresuro a decir por qué.
Estos tiempos, de lo visto y de lo pensado, no son a mi entender sino el desarrollo de un mismo conocimiento que tiene como objeto le re - presentación de lo real; la intención de dejar al descubierto aquello que en la espesa cotidianidad nuestra se hace invisible. En el primer tiempo, di - Han ordenado su obra dentro del hiperrealismo y también dentro del surrealismo.
Situación no inventada por el pintor que imita lo visto sino que aquella, recortada de la homogeneidad cotidiana e incorporada al lienzo sin su habitual vecindad, se descubre, no sólo no nombrada sino reveladora de profundidad.
Textos de:
Luis F. Vedia Saavedra y Blanca Wiethüchter
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2022